En el escaso patrimonio de leyendas con que cuenta Mar del Plata, la de los “túneles del Asilo Unzué” lidera el ranking. Verdades, mitos e historias desconocidas.
por Gustavo Visciarelli
Los amantes de lo fantasmagórico –cuyas fabulaciones llegaron a los medios de comunicación nacionales– han abordado el tema del Asilo Unzué con frondosidad. Y eso que no se enteraron de algo cierto: hace algunos años, cuando reacondicionaron parte de edificio, aparecieron estatuillas religiosas decapitadas en su oscuro subsuelo.
El versionero popular ofrece un variado menú que tiene a los “túneles” como plato principal y que incluye a una red subterránea o a un solo pasadizo que, no por solitario, resulta menos aterrador.
Algunas versiones hacen llegar ese túnel hasta la vivienda del capellán, que estaba a media cuadra del asilo. Otras la llevan hasta la cripta de la capilla Santa Cecilia, es decir, una obra de 1.100 metros que atravesó la formación rocosa donde se asienta ese templo.
La sola existencia de túneles no habría bastado para delinear una leyenda que se precie de tal. Fue necesario, entonces, adjudicarles una utilización escalofriante. Surgió así el mito del tráfico de adolescentes, de los visitantes nocturnos que accedían por esos pasadizos, de las mujeres enclaustradas y los embarazos ocultos.
Debe recordarse que el Unzué comenzó a funcionar en 1911 como asilo de niñas y adolescentes huérfanas y terminó su vida como hogar de tránsito a fines de la década del 90.
Esos factores resultaron funcionales a la conformación de un antiguo mito popular que, con el correr de los años, se instaló en sitios web especializados en fantasmagorías y luego en los medios de comunicación nacionales.
Se cree que entre 1911 y 1998 pasaron unas 8.000 niñas por el Unzué.
En 1927, cuenta la leyenda más escabrosa, un capellán sedujo a una monja, asunto que enseguida queda en entredicho. No fue seducción, sino violación, retruca el frondoso versionero. Y no fue una monja, sino una pupila. Y no fue un cura, sino el chofer de un micro que transportaba a las adolescentes.
La multiplicidad de protagonistas no va en desmedro del fin del drama, que es siempre el mismo: la joven, embarazada, es recluida en los túneles para embozar el escándalo. Y desde entonces se escuchan (sin que sepamos quién) sonidos habituales en las historias de horror: el llanto de un bebé, la melodía lánguida de una cajita musical sonando en la alta noche.
El Unzué, es cierto, tiene dependencias subterráneas. Se trata de antiguos talleres o salas de máquinas donde aún hay elementos que datan de sus tiempos fundacionales. Cuando en 2009 empezó el proceso que derivó en su restauración parcial, tuvieron que apuntalar esos sótanos por peligro de derrumbe.
Hace tres años recogimos el valioso testimonio de Víctor Recanatesi, quien fue director del Unzué desde 2009 hasta 2015. “Conozco la intimidad material de este emblemático sitio de la ciudad, desde la última cúpula de la cruz hasta sus interminables corredores y pasillos, sus dependencias y los sótanos de la calle Santa Cruz que ocupan un espacio de más de 200 metros cuadrados”, aseguró.
“Decenas de veces bajé para recorrer estas construcciones subterráneas, antes y durante su apuntalamiento. Túneles nunca vi (y los busqué), solo una llamativa arcada en la pared que está por debajo del nivel de la calle Santa Cruz entre España y Jujuy. Por la conformación del suelo pedroso, considero improbable la existencia de túneles o pasadizos importantes”.
Luego, Recanatesi comentó “una curiosidad que me llevó a intervenir. En uno de mis recorridos del lugar, percibo en la penumbra de un rincón dos estatuillas, una virgencita de pie y San Roque con su perro. Me sobresalté porque a los tres le faltaba la cabeza. Se decidió consultar con un religioso y días después bajamos con él e inspeccionó las piezas. No advirtió que hubiese sido un lugar de rituales extraños, ninguna traza de velas ni algo que habría dado a pensar que así lo fuera. Y así quedó cerrado el hecho”.
Lavandería del Asilo Unzué cerca de 1912, fecha próxima a la llegada de las primeras pupilas.
El exdirector del Unzué estima que cerca de 8.000 niñas vivieron en el Unzué entre 1911 y 1998.
“Busqué, hallé y en dos ocasiones hice jornadas de reencuentro de expupilas, escuché muchos relatos de ellas y sus descendientes”, contó Recanatesi.
“Puedo afirmar que, para algunas de esas personas, el Asilo Unzué fue una página dolorosa y triste de sus vidas, de separaciones y ausencias familiares, de rigor también por la dureza de aquellos años y la severidad de algunas religiosas. Pero también debo decir que para muchas de esas criaturas, haber estado en el Unzué fue lo mejor que les pasó en la vida. Allí no solo tuvieron un techo, un plato de comida y una escuela, sino que también pudieron construir vínculos de afecto y amistad con compañeras y eso algunas lo guardaron hasta el final de sus existencias”.
“Poco antes de retirarme jubilado, un sábado de mañana abrí las puertas del Unzué a tres personas que venían de Tucumán. Eran los hijos de una huérfana que había pasado aquí su niñez. Era el sitio donde su madre había sido muy feliz y me pidieron algo que yo no debía permitir; pero los acompañé hasta cerca de la gruta y me retiré. Veinte minutos después, frente al portón de Río Negro, me abrazaron y se fueron. Las cenizas de su madre quedaron esparcidas en el parque. El Unzué es algo más que un edificio”.
Y si algún fantasma lo perturba, es el del olvido y el abandono que siguen carcomiéndolo en silencio.